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Economía con Máximo Kinast

QUIÉN IBA A SABER QUE EL AMOR ERA ESTO


EL ARTÍCULO QUE LE COSTÓ EL PUESTO AL EMBAJADOR DE CHILE EN CHECOSLOVAQUIA

 Marcelo Rozas

 ¿Qué tenemos ahora? Estafadores de medio pelo, dispuestos a pagar los mejores abogados. Sin el menor arrepentimiento.

Nada es lo que era. No llegaremos a la exageración de recurrir al lugar común de que todo tiempo pasado fue mejor. Pero si miramos en retrospectiva el comienzo del siglo XX y lo comparamos con este, la distancia es inconmensurable. No sólo estéticamente, sino que también éticamente, que, como saben algunos sabios, son dos caras de una misma moneda. Sonaba el jazz. Se disfrutaba de los impresionistas y de la arquitectura Art déco. Glenn Miller grababa una canción de Dorothy Parker que se llamaba Quién iba a saber que el amor era esto.

Los responsables del crash de 1929 nos mostraban el camino ético lanzándose al vacío desde una suite del Waldorf Astoria, y los gangsters, más intelectuales aún, decían a través de Michael Corleone: "he tratado de regenerarme y hacer negocios legales, pero cuanto más alto he ido en la escala social, más mierda he encontrado". Incomparable. El señor Corleone recitaba a Kant.

¿Qué tenemos ahora? Estafadores de medio pelo, dispuestos a pagar los mejores abogados. Sin el menor arrepentimiento. En algunos casos ni siquiera están en la cárcel. Más bien no hay nadie en la cárcel. El señor Charles Prince, de Citigroup, se llevó 105 millones de dólares en salarios e indemnizaciones; de Merrill Lynch, JohnThain 17,3 millones, Stanley O´Neal 161; Kenneth Lewis, de Bank of America, 24,8; John Simons, de JPMorgan, 27,7; Richard Fuld, de Lehman Brothers, 53 millones y así. Es un escenario patético. Los políticos no saben qué hacer y disfrazan su incapacidad sacándose una foto en algo denominado cumbre.

Los periodistas bobamente compran la foto. Los economistas, esos arrogantes ignorantes, expertos en predecir el pasado, no saben cuándo empezó ni cuándo va a terminar la crisis.

Coinciden siempre en los primeros meses de cada año tres eventos mundiales. Los modistas más renombrados inauguran "pasarelas" en París, Nueva York, Londres, Berlín y Madrid. Una gran cobertura mediática nos informa lo que se va a llevar el año que entra. Coinciden también los más importantes festivales de cine, el de Berlín, el de Cannes y los Oscares.

Y el mundo político, político-económico, ya que desde la caída del muro de Berlín son la misma cosa, tiene a su vez dos eventos. Dos pasarelas, dos espectáculos. Uno es Davos y el otro, la reunión de los líderes progresistas que antes se llamaba La Tercera Vía y ahora lleva el pomposo título de "Gobernanza Progresista".

Davos ha devenido a obsceno espectáculo en que participan estrellas de Hollywood, cantantes, banqueros, economistas y políticos. Previo pago de una cuota anual de 28.228 euros más la inscripción de 13.287 euros, tienes derecho a asistir a cinco jornadas y a considerarte, como ellos dicen, "el mamífero más evolucionado del planeta".

Un año puedes encontrarte con Sharon Stone, otro con Bono. Este año los participantes recibieron la triste noticia de que la siempre formidable comitiva de Lehman Brothers no asistía. Tampoco habría la opulenta comida de Merrill Lynch y no estaría el señor Prince de Citi. O sea, lo peor para estos mamíferos evolucionados. Pero de pegarse un tiro, ni hablar. Los líderes del progresismo no lo hacen nada mal. El año pasado, en Watford, una bucólica localidad inglesa, el anfitrión Gordon Brown recibió a los más significativos líderes de la izquierda mundial.

Los resultados fueron sorprendentes. Conceptos como "globalización incluyente", el "calentamiento global", la reforma de las instituciones y el comercio equitativo fueron los novedosos temas que llevaron a Brown a concluir en que el mundo vive "la primera crisis financiera verdaderamente global," y que la justicia social "es ahora necesaria para la eficiencia económica". No vamos a avergonzar al lector con los lugares comunes de esta decadente izquierda sin ideas, que quiere conciliar el liberalismo con un cierto buenismo, cuyo mejor resultado podríamos llamar socialismo de balneario.

Podríamos decir, y no seríamos injustos, que los economistas y los políticos no saben qué hacer, y que los banqueros no están en la cárcel, pero, ¿y la prensa? ¿Qué ha dicho la prensa económica? El prestigioso The Economist vaticinaba en enero de 2008 que Hillary Clinton iba a ser presidenta y el tema del año sería el cambio climático, entre otras equivocadas predicciones. No se puede atribuir mala intención, sólo ignorancia y a veces tontera. Si los servicios secretos fueron incapaces de predecir la caída del Muro, tampoco se puede pedir a la prensa que lo hubiese adelantado. Pero en el caso de la prensa económica existe un pequeño agravante que ilustran acertadamente los periodistas de economía en España: "¿cuánta langosta hay que comer para llevar lentejas a casa?"

Efectivamente, ese compadreo entre empresarios sospechosos, banqueros canallas y especuladores vestidos de Armani le ha pasado la cuenta a un tipo de periodismo. Es que, al final, todos estamos en el mismo negocio. El de Al. Al Capone. Vendemos protección.

Hace unos días, Hillary Clinton pasó por Bruselas. En el Parlamento Europeo se juntó con un patético auditorio de jóvenes, supuestamente líderes, que quedó embobado con la siguiente perla: "nunca desaproveches una buena crisis". Probablemente de mala leche agregó que la frase era del jefe del gabinete de Obama, Rahm Emmanuel, "amigo mío y de mi marido, que trabajó con Bill".

Sydney Pollack tiene una de las películas más amargas que haya visto. Basada en una novela de Horace McCoy, cuenta la historia de dos jóvenes que tienen que sobrevivir a la Gran Depresión. En grandes teatros se organizaban maratones de baile. Miles de americanos participaban para conseguir un premio que les calmara el hambre. Bailaban días, semanas, para un público miserable. La pareja descubre al final que el premio es un engaño. La mujer, Jane Fonda, se sienta en el camino, extenuada, se compara con un caballo roto e intenta suicidarse. No lo consigue. Le pide a su compañero que le dispare. Michael Sarrazin lo hace, llega la policía e interroga al joven, que pronuncia la frase que da nombre a la película.

¿Acaso no matan a los caballos?

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